Micaela Bastidas Puyucahua fue una patriota dirigente y revolucionaria, nació en Pampamarca (Cusco) el 23 de junio de 1744, descendiente de africanos y de madre indígena, se casó con José Gabriel Condorcanqui en Surimana el 25 de mayo de 1760, entonces tendría unos quince años de edad.
Como lideresa y estratega de la revolución indígena de 1780, logró involucrar a cientos de mujeres en la lucha contra la opresión española.
A lo largo de 1780 en el Perú había mucha dominación española, explotación, la mujer indígena no tenía ni voz ni voto en la vida social y política, los impuestos eran asfixiantes, la “mita”, el trabajo obligatorio en las minas donde nadie regresaba con vida, infinidad de injusticias por parte de los españoles.
José Gabriel acompañado de su fiel esposa Micaela Bastidas, iniciaron un movimiento en contra de la dominación española, a partir de ese momento José Gabriel adoptaría el nombre de Túpac Amaru II y Micaela le ayudo a comandar el ejército.
El 4 de noviembre estallo la revolución, dando el primer grito de “Libertad”.
Las cartas que se enviaba con su esposo evidencian que fue ella la encargada de proveer armas a las tropas rebeldes, al estallar la rebelión de Túpac Amaru II, Micaela destacó dirigiendo las tropas, administrando la retaguardia, aprovisionando a las huestes rebeldes y -sobre todo- alentando la guerra a muerte contra el sistema colonial.
MICAELA REVOLUCIONARIA CON DON DE MANDO
Micaela poseía gran don de mando y un genio decidido que sólo cedía ante el carácter, muy recio de su esposo. Fue así como ella pudo superar la permanente escasez de dinero, el desorden imperante en todas las ramas de la producción y la natural anarquía de los diversos jefes menores que estaban bajo sus órdenes.
Durante toda la etapa inicial de la sublevación, Micaela ejerció un virtual gobierno desde Tungasuca, de donde no se movía sino a Pomacanchis. Entre tanto, Tupac Amaru II llevaba las banderas de la rebelión a otras comarcas cuzqueñas, puneñas y arequipeñas. Gentes de Tacna, Moquegua y Apurímac se plegaron también al alzamiento por esos días de noviembre y diciembre de 1780.
En brillantísima acción, Túpac Amaru II prendió luego el fuego de la revolución en territorios pertenecientes a Bolivia, Chile y Argentina actuales.
Esto fue posible merced a hábiles lugartenientes y a que la retaguardia estuvo hábilmente conducida por su esposa.
PATRIOTA HÁBIL Y ESTRATEGA
Más de una vez Micaela dirigió tropas y se sabe que en cierta ocasión condujo hasta cinco mil hombres a Livitaca. Asombra ver que el ímpetu de esa mujer jamás decayó.
Ella estaba en todo, por eso la condenaron a muerte acusándola de que suplía la falta de su marido cuando se ausentaba, disponiendo ella misma las expediciones, hasta montar en un caballo con armas para reclutar gente en las provincias a cuyos pueblos dirigía repetidas órdenes con rara intrepidez.
Era Micaela de un valor a toda prueba: cierta vez que llegaron noticias de que su esposo corría peligro montó de inmediato a caballo y partió a galope en su ayuda, seguida de su gente. Pronto pasó el aprieto -era sólo un falso rumor-, pero alcanzó a decir que “moriría donde muriese su marido”. Y cumplió su palabra.
Fue terrible la expiación, todo un pueblo fue castigado en la cabeza de sus conductores. Los ciento veinte mil muertos caídos en la lucha tienen símbolo en la muerte siniestra que se les dio.
Tras ver que ahorcaban a su hijo, el joven mártir y combatiente Hipólito, la revolucionaria Micaela dijo: “Por la libertad de mi pueblo he renunciado a todo. No veré florecer a mis hijos”, entonces fue ejecutada junto a sus compañeros de lucha el 18 de mayo de 1781. Se le cortó la lengua, se trato de estrangularla y al final la ultimaron a puntapiés.
MICAELA MURIÓ COMO UNA REINA, SIN EXHALAR QUEJA ALGUNA
Instantes después la acompañaría a la inmortalidad su compañero de vida y de lucha, Túpac Amaru II. Sus cadáveres fueron mutilados, lo que de sus cuerpos quedó, ardería en el cerro de Picchu, escenario de sus glorias. Las cenizas fueron arrojadas al aire y al rio.
No sólo con sus vidas ambos pagaron pelear por el Perú. Aparte de Hipólito, ahorcado el día del gran sacrificio, sus otros dos hijos sufrieron trágica muerte. El menor Fernando murió en Madrid presa de atroz melancolía, allí sufría cautiverio.
El otro niño, Mariano, pereció misteriosamente en el navío que lo conducía a las prisiones hispánicas. Así acabó -conforme a la expresada voluntad de los verdugos- el maldito nombre de Túpac Amaru. Pero fue inútil, la sangre de los últimos incas palpita hoy en todos los peruanos.
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