Leoncio Prado fue mucho más que el joven coronel inmolado en Huamachuco. No sólo es para nosotros los peruanos el héroe que dio la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, tras mandar que se le apuntase a la frente y al pecho. Es muchísimo más. Fue y será siempre, ante todo, un adalid del Perú y de la causa de la libertad de todos los pueblos del mundo.
Nació en Huánuco el 26 de agosto de 1853, de la unión de Mariano Ignacio Prado y María Avelina Gutiérrez.
Es bueno recordarlo en un país en el cual se enseña como mueren los hombres, pero donde rara vez se cuenta cómo supieron vivir con dignidad y altivez.
Su vida novelesca se inició a los trece años de edad; formó entonces parte de los vencedores de Abtao. En esas aguas chilenas conoció por primera vez la pólvora al lograrse la victoria sobre la escuadra española. Luego, meses más tarde, cuando el pueblo y ejército se dieron cita el 2 de mayo de 1866 en el Callao, para arrojar a la flota española, el colegial guadalupano, Leoncio Prado, destacó por su coraje en las baterías de la fortaleza Real Felipe que esa vez deshicieron, definitivamente, los sueños imperiales hispánicas en América.
Al poco tiempo, amante de aventura y gloria, harto de las comodidades limeñas, marchó con los exploradores Tucker, Távara y Werthermann a las selvas amazónicas. En sus marañas paso varios meses casi perdido y aprendió a vencer las condiciones inclementes del trópico; por ese tiempo también habría de relacionarse con el sabio Antonio Raimondi.
HÉROE Y GRAN LUCHADOR POR LA CAUSA LIBERTARIA
Se adiestró así para sus futuras guerrillas al lado del gran luchador por la causa libertaria de Italia, pues fue Raimondi quien enseñó a Leoncio Prado la dimensión universal del hombre.
De regreso a Lima, se embarcó a los Estados Unidos donde empezaría a estudiar ingeniería en la Universidad Richmond. El destino, sin embargo, exigiría pronto mucho más que las notas. Fue así como, cuando llegaron las proclamas en favor de la independencia de Cuba, aquel adolescente no vaciló. Empezó a conspirar y puso de inmediato su espada al servicio del noble estandarte separatista.
Asombró a sus contemporáneos, pidiendo al Gobierno cubano en el exilio una patente de corso. Deseaba atacar por su cuenta a la Armada española. En agradecida respuesta, los exiliados le otorgaron el alto grado de comandante. A esto, al lado de voluntarios y amigos de diversas nacionalidades, organizó un equipo temerario. Con él alcanzó un objetivo que juzgaba esencial para el logro de la emancipación de Cuba: un buque de guerra.
En esas junglas lo esperaba una larga odisea. Medio perdido, secundado por un puñado de aventureros denodados, entre el fango y las fiebres, mucho tiempo anduvo eludiendo a los agentes de la policía española. España había puesto precio a su cabeza. La delación era un peligro permanente en esos pueblos atraídos, con regímenes dictatoriales.
LEONCIO PRADO REGRESÓ AL PERÚ PARA COMBATIR
Tras varios de meses de incontables peripecias logró ponerse a buen recaudo y retornar al Perú. Mas fue por breve lapso, pues esta vez lo incitó el amor a la libertad. Habría que marchar a Estados Unidos, tuvo que organizar una expedición cuya meta era encender la chispa emancipadora en un lejano país de Asia, Filipinas.
La vieja embarcación que logró fletar zozobró. Siguió rumbo al Oriente. Así conoció Asia y luego varios países europeos. Iba siempre de incognito, esquivando a sus implacables perseguidores policías españoles.
Los clarines de la guerra del Perú sonaron en 1879. Llegó aquí cuando estos se iban a gozar sus fortunas del exterior. Desde un primer momento aportó arrojo e inteligencia. Contribuyó en crear dos cuerpos esenciales, el de torpedista, contra los blindados chilenos, el de guerrilleros, tras el desastre de Tacna. Comandando a este último grupo fue capturado, cuando ya casi sólo, acorralado, se defendía a culatazos de los soldados enemigos, pues tras encarnizado combate contra las fuerzas chilenas habían muerto todos sus hombres; no le quedaban sino tres heridos en pie. La frase del coronel Barboza, quien lo capturó, resume tal bizarría: “Quiero que mis oficiales se honren con la compañía de Ud.”
PRISIONERO DE GUERRA
Cautivo en Chile, obtuvo su libertad diciendo no combatir más por el Perú. Faltó a la verdad, con nobleza. Leoncio Prado no estaba hecho para protegerse con el escudo de las leyes internacionales de la guerra y por eso mintió a sabiendas. Llegado a Lima, se negó rotundamente a aceptar la sumisión. Rechazó cualquier posibilidad de una paz infamante. Rompió su promesa, diciendo que “Cuando la Patria se halla subyugada, no hay palabra que valga sobre el deseo de libertarla”.
Enfiló hacia las serranías, con el fin de unirse a las tropas de Cáceres. Para entonces el país se debatía en una nueva guerra civil.
Entre dos fuegos implacables, -el de ciertos peruanos y el de los chilenos- llegó a Huamachuco. El cañonazo de un potente Krupp destrozó una pierna al héroe cuando cargaba con sus montoneros equipados con carabinas y garrotes. Ese 10 de julio de 1883 se perdió la batalla, pero fue con mucho honor; honor que él simboliza con su sacrificio final.
Los vencedores lo buscaron por los alrededores del campo de batalla, entre los cadáveres de los guerrilleros vencidos; algo después unos traidores delataron su refugio. Al soldado chileno que lo encontró tan mal herido, le dijo fríamente, con orgullo espartano: “Soy el coronel Leoncio Prado, pon tu rifle en mi frente y dispara”. Conducido al cuartel chileno, fue fusilado dos días después, el 15 de julio, en medio de las lágrimas de algunos jóvenes oficiales chilenos. Escribió una cariñosa carta a su padre. Contaba con 30 años y cierta vez en una arenga había profetizado: “Las balas del enemigo no matan. Y morir por la patria es vivir en la inmortalidad de la gloria”.
Inspirándonos con el autor de la letra del Himno del Colegio Militar Leoncio Prado, bien podemos afirmar con orgullo: “Sean nuestros tus lauros hazañosos, y el fulgor de tu gloria inmarcesible”.
«EL FUSILAMIENTO» POR JORGE BASADRE
Cuando entraron dos soldados pidió que fuera aumentado su número para que dos le tirasen a la cabeza y dos al corazón. Al ser cumplido este pedido, dio breves instrucciones a la tropa sobre la trayectoria de sus disparos y agregó que podían hacer fuego cuando hiciera una señal con la cuchara y pegase tres golpes en el cachuchito de lata en el que había estado comiendo. Se despidió enseguida de los oficiales chilenos, los abrazó, les dijo: “Adiós, compañeros y cumplió con dar las órdenes para la descarga. La habitación era pequeña. Al frente y al pie de la cama se colocaron los cuatro tiradores y detrás de ellos se pusieron los tres oficiales allí presentes. “Todos llorábamos (manifestó el chileno Benavente) todos, menos Pradito”.
CARTA A SU PADRE ANTES DE SER FUSILADO
Poco antes de ser fusilado, Leoncio Prado escribió una bella carta a su padre. Le dijo así:
“Queridísimo padre: Estoy herido y prisionero; hoy a las 8:30 debo ser fusilado por el delito de haber defendido a mi Patria. Lo saluda su hijo que no olvida. Leoncio Prado”.
Como se sabe, el General Mariano Ignacio Prado, vencedor del 2 de mayo, había sido presidente del Perú hasta diciembre de 1879, tiempo en que, al viajar al extranjero el jefe de Estado, se produjo el golpe de Nicolás de Piérola, dado en plena guerra contra el Vice-Presidente en ejercicio del mano supremo. Piérola de inmediato acusó a Prado, quien -sin duda- había cometido un grave error político. Contó para salir del país con autorización unánime del Consejo de ministros y Ley del Congreso. Se había llevado tres sueldos adelantados para efectuar las gestiones que no llegó a realizar.
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